martes, 4 de diciembre de 2012

LA REALIDAD Y EL DESEO

LOS PROBLEMAS COMPORTAMENTALES EN LA NIÑEZ, ADOLESCENCIA Y JUVENTUD.

Una vez más la poesía ayuda a la reflexión pedagógica; Los niños van del deseo a la realidad, de la niñez a la adultez.  Una vez bien superado el camino, los adultos logran su inteligente y melancólica visión del mundo desandando el camino, mirando por el espejo retrovisor del deseo, intentando ofrecer un mundo reinventado, reinterpretado, mejorado, a los que recogen el testigo y se adentran en él.

A los dos años y medio, a través de las rabietas,  el niño manifiesta su enojo por empezar a descubrir que las cosas no siempre son como él quisiera, los padres deben sacarle de un mundo regido por el principio de placer al mundo real, el regido por el principio de realidad.  Si los padres muestran con seguridad las reglas básicas que hay que tener en cuenta para moverse en este mundo exterior y en el que hay que contar con lo otro y los otros, tras un breve periodo de oposición y frustración, el niño despertará a lo que se ha venido en llamar “la edad de la gracia”, pasará a aceptar la realizad, una nueva dimensión llena de aventuras y posibilidades, de aprendizaje.

Esta circunstancia se repite en un nuevo grado, pero con idéntica función, en el paso de la niñez a la adolescencia.  El adolescente se libera de los restos egocéntricos de la niñez para introducirse más en el mundo real.  Si estos dos saltos al mundo real no se producen adecuadamente, si el niño no encuentra quien le de seguridad y normas para adentrarse en las nuevas realidades, la regresión al aislamiento y egoísmo son el único camino posible.

Es necesario enseñar al niño a frustrarse.  Esta expresión chocante en un principio, es un principio educativo esencial. Trataremos de explicarla.  Un niño necesita aprender que no siempre se consigue lo que se quiere o se gana, y que no por eso hay que desanimarse o venirse abajo.   Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te permitirán ver las estrellas”, decía Tagore en su famosa frase.  Se aprende del fracaso; estamos biológicamente diseñados para aprender del fracaso.  El estado de quietud y reflexión que produce –la suave melancolía del pasmo- nos ayuda a preguntarnos sobre lo que hicimos mal o estudiar nuevas posibilidades de acción.  En cambio, aprendemos poco del éxito, que las cosas salgan bien nos ayuda a no replanteárnoslas, a no pensar; claro, lógico, es decir “biológico”; una norma evolutiva de conservación de la especie.

Si a un niño se lo damos todo, se lo resolvemos todo, le evitamos todos los posibles fracasos… no le estamos ayudando en nada; es más estamos haciendo de él una persona “discapacitada” para aprender, para vivir.  Se le ha llamado el “síndrome del emperador”, esto es, los niños que han sido reyes de su casa y se transforman en tiranos.  Niños que no han pasado del estado anterior a las rabietas, que no saben actuar cuando algo se les niega o cuando algo les sale mal, y manifiestan su impotencia y no saber hacer con el llanto, la pataleta, el mal comportamiento, la agresión y la frustración desesperanzada y amarga.

Resiliencia se le llama a la facultad para sobreponerse a pérdidas o fracasos.  Es también algo que nos ayuda a vivir, a perpetuarnos como especie, algo “biológico”, como ya apuntamos al hablar del aprendizaje en el fracaso.  La resiliencia nos ayuda a superar, por ejemplo la pérdida de un familiar querido.  Estamos programados para sentir el duelo y superarlo; asumiendo la pérdida y enfrentándonos a la vida con redobladas fuerzas y energía, con más sabiduría.  También es la fuerza que hace que un alumno ante el fracaso en un examen, se entristezca en un primer momento, pero pase pronto a preguntar cuándo es la recuperación o qué puede hacer para mejorar la situación.

Creo que el componente esencial de los niños o adolescentes que muestran graves problemas conductuales es su falta de aprendizaje en la superación de la frustración.  Suelen poner por ahora un programa en televisión llamado “Hermano Mayor”, en el que un famoso deportista que estuvo a punto de caer en la drogadicción y supo salir con éxito de la situación ayuda a adolescentes o jóvenes que presentan en sus hogares serios problemas de comportamiento.  Casi todos estos jóvenes se han desarrollado en un ambiente con las siguientes variables:
  • Madre que sintió miedo en un principio de no tener o de perder a su hijo, por lo que ha sido proclive a establecer una pauta educativa basada en el miedo a perder al niño o perder su cariño, dándole todo lo que ha demandado y sintiéndose culpable por aquello que no podía darle.
  • Padre que se siente culpable o enfermo, que no tiene seguridad en sí mismo, ya sea por estar en paro, por no ganar suficiente dinero para procurarle al niño el tipo de vida que demanda
Ninguno de los dos progenitores supieron transmitir el principio de realidad al niño.  El niño fue “egoístamente feliz” mientras fue niño, pero se sintió incapacitado para vivir en un mundo regido por el principio de realidad, un mundo que no atendía a sus peticiones tan solícitamente como sus padres, un mundo que le demandaba “preparación”, esto es habilidades, destrezas, conocimientos, aprendizajes… y ante esos “fracasos” nadie le había enseñado a reaccionar.  Por tanto el adolescente o joven que se muestra en los programas, invariablemente, es una persona que siente odio contra el mundo, porque no le da todo lo que le pide, porque le exige lo que no tiene ni ya puede conseguir  y, paradójicamente, odio contra sus padres, porque le dieron todo lo que pedía y no le enseñaron que el mundo no era como él se imaginaba, porque no le enseñaron a frustrarse, a aprender.  Estos jóvenes, “ninis vocacionales” (“ni” quieren estudiar, “ni” trabajar) se sienten engañados, estafados, y vuelcan la agresividad, producida por el callejón sin salida en el que se encuentran,  sobre ellos mismos y sobre sus padres, las únicas personas que están forzados a convivir con ellos.

La antesala, el pasado de estos jóvenes podemos observarlo en otro programa de televisión actual “Supernanny”, que generalmente recrea niños que se crían en un ambiente sin límites ni normas, consentidos y caprichosos; reyes que al cabo de pocos años se convertirán en tiranos.

sábado, 17 de marzo de 2012

COMO TENER UNA PALOMA ENTRE LAS MANOS

“Educar a un niño es como tener una pastilla de jabón entre las manos; si aprietas mucho, se te escapa”. Esta cita me hizo recordar una similar, aunque sin lugar a dudas mucho más poética, que leí hace décadas en un libro de Umbral, decía algo así como “Educar a un niño es como tener una paloma entre las manos”; describiendo muy bien la “presión” que supone la educación, las ganas del niño por ser mayor y liberarse del cuidado que los adultos ejercen sobre él, y el miedo de los adultos de que al soltar la paloma, se caiga y no vuele.


Tenía gana de escribir un “no obstante”; después de las anteriores entradas en las que incidía en los perjuicios que suponen la hiper-vigilancia o hiper-involucración, de los padres en la educación, tenía ganas de matizar un poco y dejar claro que lo peor de todo es “pasar de ellos”, abdicar de nuestras responsabilidades, desentendernos de nuestros hijos… y no es que este problema se dé poco en nuestros tiempos pendulares, quizá con tanta intensidad como la sobreprotección anteriormente descrita.

 Si la galleta está rota, ya no nos gusta. Es curioso ver la sobre-implicación de algunos padres mientras sus hijos están en los primeros cursos escolares. En estas tempranas edades muchos padres alimentan expectativas desmesuradas, pero cuando la cosa empieza a apuntar a que el niño es la persona normal posible y no el ente imaginativo y perfecto que nos habíamos imaginado, sufren una especie de frustración y se van distanciando de él.  Pasa algo así como cuando un escolar empieza un cuaderno nuevo, el interés por hacer la letra bonita, llevar ordenados todos los ejercicios… va decayendo a medida que el tiempo y el actuar van dejando el reguero de errores que fundamentalmente lo constituyen.

 En la adolescencia parece que “se junta el hambre con las ganas de comer”. Coinciden los deseos de alejamiento y vida íntima del niño con la imagen de decepción y reproches que los adultos sólo aciertan a ver en ellos. Un anuncio televisivo de hace unos años planteaba muy bien esta situación; mostrando el interés de los padres en comunicarse con su bebé (ago, agó, cuchi-cuchi….) y el distanciamiento que años más tarde mostraban cuando su bebé, ya adolescente, intentaba comunicarse con ellos y encontrar su apoyo. 

Los ingleses se vieron sacudidos hace un tiempo por un adagio que venía a decir “sólo hay una cosa peor que pegar a un niño, pasar de él”. Reconocieron que muchos padres de las nuevas generaciones no habían agredido físicamente nunca a sus hijos, pero en muchas ocasiones se habían desinteresado de ellos, habían dejado a un lado su papel de padres, para pasar a ser “amigos”, “compañeros”, “colegas”… de sus hijos… sin responsabilidades, sin valor ni convencimiento para tomar las decisiones por ellos vitales para ayudarles posteriormente las suyas propias. Sin valor para retener a la paloma, hasta estar seguros de que una vez aflojadas las manos su vuelo sería adecuado y seguro. Como solución a los nuevos problemas, tan parecidos a aquellos que sufrían los hijos a los que habían maltratado, volvieron a aceptar en su legislación los “cachetes”, como si aquí radicara el problema de los padres que “pasaban” de sus hijos, y no en el detalle ese, precisamente en que “no les importaban”.

 Recuerdo una profesora que era siempre muy respetada en un instituto donde la gran mayoría de los demás profesores nos veíamos desbordados por problemas continuos derivados de la indisciplina de los alumnos. Pregunté a la profesora -a la que quedaban ya pocos años para jubilarse- que cómo conseguía que los alumnos la respetasen y apreciaran, “es que ellos saben que a mí me importan”, fue su respuesta.
Es cierto, cómo respetamos y queremos a las personas que sabemos que importamos, cómo nos gusta sentirnos “vividos”, sentidos por los demás, tenidos en cuenta.

 Demasiados niños están convencidos de que sus padres trabajan mucho y no se les puede molestar, porque están muy ocupados… y muy cansados; incluso temen “molestar” a sus profesores, también ocupados y cansados. Los adultos sabemos aislarnos, dejar a los niños a un lado cuando así lo queremos. Les compramos juguetes, video consolas, les ponemos la tele… “para ver si se entretienen” y nos dejan en paz.

Se ha puesto de moda en las facultades de psicología realizar la siguiente investigación: observar si los niños que siguen en televisión alguno de los programas infantiles destinados en apariencia a potenciar el desarrollo cognitivo infantil se muestran más avanzados en su desarrollo que los que no lo hacen, y el resultado ha sido siempre el mismo, paradójicamente los niños que no siguen estos programas van más avanzados en su desarrollo. Claro, las horas de televisión son horas quitadas a la interacción real con sus padres, sus hermanos, amigos… Los resultados han sido tan contundentes que incluso han forzado a las productoras de los programas televisivos aludidos a sacar varias notas de prensa dejando claro que su principal pretensión es divertir, no formar o educar a los niños. Con los adultos pasa otro tanto; normalmente las personas que usan vulgarismos al hablar los siguen usando a pesar de los miles de telediarios oídos, que no tanto escuchados. La interacción directa con nuestros hijos o alumnos es la gran vía educativa. Los juguetes, tecnologías, contenidos… deben ser medios, pretextos para potenciar esa interacción, no impedimentos que la dificulten.