Una vez
más la poesía ayuda a la reflexión pedagógica; Los niños van del deseo a la
realidad, de la niñez a la adultez. Una
vez bien superado el camino, los adultos logran su inteligente y melancólica
visión del mundo desandando el camino, mirando por el espejo retrovisor del
deseo, intentando ofrecer un mundo reinventado, reinterpretado, mejorado, a los
que recogen el testigo y se adentran en él.
A los
dos años y medio, a través de las rabietas,
el niño manifiesta su enojo por empezar
a descubrir que las cosas no siempre son como él quisiera, los padres deben
sacarle de un mundo regido por el
principio de placer al mundo real, el regido por el principio de realidad. Si
los padres muestran con seguridad las reglas básicas que hay que tener en
cuenta para moverse en este mundo exterior y en el que hay que contar con lo
otro y los otros, tras un breve periodo de oposición y frustración, el niño
despertará a lo que se ha venido en llamar “la edad de la gracia”, pasará a aceptar la realizad, una nueva
dimensión llena de aventuras y posibilidades, de aprendizaje.
Esta
circunstancia se repite en un nuevo grado, pero con idéntica función, en el
paso de la niñez a la adolescencia. El
adolescente se libera de los restos egocéntricos de la niñez para introducirse
más en el mundo real. Si
estos dos saltos al mundo real no se producen adecuadamente, si el niño no
encuentra quien le de seguridad y normas para adentrarse en las nuevas
realidades, la regresión al aislamiento y egoísmo son el único camino posible.
Es necesario enseñar al niño a frustrarse. Esta expresión chocante en un principio, es
un principio educativo esencial. Trataremos de explicarla. Un niño necesita aprender que no siempre se
consigue lo que se quiere o se gana, y que no por eso hay que desanimarse o
venirse abajo. “Si lloras por haber perdido el sol, las
lágrimas no te permitirán ver las estrellas”, decía Tagore en su famosa
frase. Se aprende del fracaso; estamos
biológicamente diseñados para aprender del fracaso. El estado de quietud y reflexión que produce –la
suave melancolía del pasmo- nos ayuda a preguntarnos sobre lo que hicimos mal o
estudiar nuevas posibilidades de acción.
En cambio, aprendemos poco del éxito, que las cosas salgan bien nos
ayuda a no replanteárnoslas, a no pensar; claro, lógico, es decir “biológico”;
una norma evolutiva de conservación de la especie.
Si a un
niño se lo damos todo, se lo resolvemos todo, le evitamos todos los posibles
fracasos… no le estamos ayudando en nada; es más estamos haciendo de él una
persona “discapacitada” para aprender, para vivir. Se le ha llamado el “síndrome del emperador”, esto es, los niños que han sido reyes de
su casa y se transforman en tiranos.
Niños que no han pasado del estado anterior a las rabietas, que no saben
actuar cuando algo se les niega o cuando algo les sale mal, y manifiestan su
impotencia y no saber hacer con el llanto, la pataleta, el mal comportamiento,
la agresión y la frustración desesperanzada y amarga.
Resiliencia se le llama a la facultad para sobreponerse
a pérdidas o fracasos. Es también algo
que nos ayuda a vivir, a perpetuarnos como especie, algo “biológico”, como ya
apuntamos al hablar del aprendizaje en el fracaso. La resiliencia nos ayuda a superar, por
ejemplo la pérdida de un familiar querido.
Estamos programados para sentir el duelo y superarlo; asumiendo la
pérdida y enfrentándonos a la vida con redobladas fuerzas y energía, con más
sabiduría. También es la fuerza que hace
que un alumno ante el fracaso en un examen, se entristezca en un primer
momento, pero pase pronto a preguntar cuándo es la recuperación o qué puede
hacer para mejorar la situación.
Creo
que el componente esencial de los niños o adolescentes que muestran graves
problemas conductuales es su falta de aprendizaje en la superación de la
frustración. Suelen poner por ahora un
programa en televisión llamado “Hermano
Mayor”, en el que un famoso deportista que estuvo a punto de caer en la
drogadicción y supo salir con éxito de la situación ayuda a adolescentes o
jóvenes que presentan en sus hogares serios problemas de comportamiento. Casi todos estos jóvenes se han desarrollado
en un ambiente con las siguientes variables:
- Madre que sintió miedo en un principio
de no tener o de perder a su hijo, por lo que ha sido proclive a establecer
una pauta educativa basada en el miedo a perder al niño o perder su
cariño, dándole todo lo que ha demandado y sintiéndose culpable por
aquello que no podía darle.
- Padre que se siente culpable o enfermo,
que no tiene seguridad en sí mismo, ya sea por estar en paro, por no ganar
suficiente dinero para procurarle al niño el tipo de vida que demanda
Ninguno
de los dos progenitores supieron transmitir el principio de realidad al
niño. El niño fue “egoístamente feliz”
mientras fue niño, pero se sintió incapacitado para vivir en un mundo regido
por el principio de realidad, un mundo que no atendía a sus peticiones tan
solícitamente como sus padres, un mundo que le demandaba “preparación”, esto es
habilidades, destrezas, conocimientos, aprendizajes… y ante esos “fracasos”
nadie le había enseñado a reaccionar.
Por tanto el adolescente o joven que se muestra en los programas,
invariablemente, es una persona que siente odio contra el mundo, porque no le
da todo lo que le pide, porque le exige lo que no tiene ni ya puede conseguir y, paradójicamente, odio contra sus padres, porque
le dieron todo lo que pedía y no le enseñaron que el mundo no era como él se
imaginaba, porque no le enseñaron a frustrarse, a aprender. Estos jóvenes, “ninis vocacionales” (“ni”
quieren estudiar, “ni” trabajar) se sienten engañados, estafados, y vuelcan la
agresividad, producida por el callejón sin salida en el que se encuentran, sobre ellos mismos y sobre sus padres, las
únicas personas que están forzados a convivir con ellos.
La
antesala, el pasado de estos jóvenes podemos observarlo en otro programa de
televisión actual “Supernanny”, que
generalmente recrea niños que se crían en un ambiente sin límites ni normas,
consentidos y caprichosos; reyes que al cabo de pocos años se convertirán en
tiranos.